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Mujer súper empática: la claridad que emerge

Para una mujer con una sensibilidad a flor de piel, a menudo llamada superempatía, hay momentos en los que algo dentro comienza a desordenarse. No es un malestar físico, sino una turbulencia interna: desorientación, vacío, indecisión.

Es la sensación de haber perdido el rumbo, como si la estructura emocional sobre la que se había construido un vínculo empezara a tambalearse, esa base que su profunda conexión con los demás tanto valora.

La conexión se apaga poco a poco. La admiración se disuelve. El deseo se desvanece. Ella, con toda su sensibilidad, lo percibe con claridad: la inestabilidad subyacente está desgastando lo que una vez se sintió profundo y vivo.


En su interior, aún desea proteger el rumbo, como lo haría una capitana de barco enfrentando una tormenta: firme, esperanzada, leal. Esa es la naturaleza de su empatía, un impulso constante a sostener los vínculos. Pero hay tormentas que no se calman desde el esfuerzo unilateral. Hay silencios que no anuncian paz, sino descomposición. Y ella lo siente: los cimientos están debilitados, la base emocional hace aguas.

Quizá ya no hay propósito común. Quizá nunca lo hubo y fue fruto de una fantasía.


Ver con otra mirada


Es en ese punto cuando comienza a ver con otra mirada. Se da cuenta del lugar que ha ocupado la mujer súper empática que vive en ella: esa parte suya que siempre ha sido capaz de ver la abundancia en el otro más allá de sus limitaciones, de intuir el potencial incluso en medio del desorden, de creer, con una fe casi mística, que todo puede transformarse si hay amor, presencia y bondad.

Pero ahora, con más conciencia, comprende lo que antes omitía: que no siempre hay voluntad de cambio. Que no todo el mundo está preparado para ir más allá de donde está. Que hay quienes prefieren permanecer en lo conocido, porque para ellos ese es su ritmo, su forma, su camino. Y que eso también merece ser respetado.


Ella ve rápido.

Capta con facilidad la configuración emocional y relacional de las personas con las que se cruza, ya sea en el trabajo o en sus vínculos más íntimos. Percibe capacidades, intuye transformaciones posibles, se conecta con el alma del otro. Pero ahora entiende que ver el potencial no significa que el otro quiera realizarlo. Y que amar no es empujar a nadie más allá de donde su alma está dispuesta a ir.

Entonces se pregunta con honestidad:

¿Desde qué lugar estoy esperando que ocurra un cambio que no me corresponde provocar?

¿Cuánto de mi amor se ha convertido en espera silenciosa de migajas disfrazadas de intenciones que nunca se concretan?

¿Cuánta fantasía he sostenido creyendo que era esperanza?


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El despertar de la mujer súper empática: del ideal al discernimiento


Ella comenzó a darse cuenta del contraste entre lo que percibía y lo que era. De la fantasía tejida a partir del potencial que su alma veía en el otro, y de la realidad concreta, emocionalmente palpable, en la que realmente vivían.


Porque ella no se relaciona desde la superficie. Ella entra desde su verdad más profunda, desde esa parte interna que busca claridad, transparencia y coherencia que no es lo mismo que intensidad.

Y desde ahí, anhela que no haya separación entre su esencia y el mundo que la rodea. Total transparencia. Nada que esconder. Todo tal como es.

No necesita pruebas, ni explicaciones. Lo siente.

Porque hay vínculos que se reconocen más allá de las palabras.


Pero también hay momentos en los que esa profundidad choca con el caos emocional. Y entonces se hace evidente: la relación carece de consistencia. Y ella ya no está dispuesta a sostener vínculos que no puedan sostenerse a sí mismos.


“¿Quién soy yo —se pregunta— para esperar que el otro evolucione al ritmo en el que yo lo hago?

¿No es también eso una forma sutil de no respetar su camino?”


Y entonces comprende que todos los caminos son correctos, pero que sólo ella puede elegir el que ahora le da plenitud, porque es su alma la que lo anhela.

No se trata de imponer, ni de convencer. Se trata de elegirse, con todo lo que eso implica.


Y aunque duela, aunque confunda, aunque parezca que las posibilidades están ahí, latentes, esperando… la claridad llega como un acto de voluntad consciente.

Elegirse a una misma es abrir la puerta a ese TODO al que sabe que tiene acceso.

Elegirse es recordar que la brújula siempre ha estado en su corazón.


Y con esa brújula, comienza a tomar decisiones alineadas con lo que verdaderamente importa. No desde la necesidad, no desde el miedo. Sino desde la certeza serena de que su elección es correcta cuando nace de su centro y respeta el bien común, empezando por sí misma.


Terremoto emocional: cuando el exceso de amor propio se vuelve necesario


A veces ocurre como un estallido interno.

Un terremoto emocional que no destruye, sino que reordena.

Y en medio de ese temblor, surge algo impensado:

un exceso de amor propio. No como vanidad, sino como única forma posible de volver a respirar.


El alma del empático —siempre dispuesta a sostener, a esperar, a ver lo mejor incluso en medio del caos— de pronto se detiene.

Y donde antes había preocupación, aparece la indiferencia sagrada.

Un silencio que no es castigo, sino autenticidad.

Una pausa que no es desconexión, sino línea de vida.


Se apaga el impulso de sostener el vínculo a toda costa.

Ya no hay ganas de dar más cuando lo que se ofrece no es recibido con la misma apertura.

Ya no hay hambre de amor correspondido si implica seguir esperando a que el otro madure emocionalmente.


Porque hay verdades que ya no se pueden negar:

la inseguridad del otro, su inmadurez emocional, su vacío existencial…

ya no son mi responsabilidad llenar ni reparar.

Y sin embargo, qué fuerza la mía, la de creer durante tanto tiempo.

Creí en la transformación,

en el potencial latente,

en lo que podía ser si tan solo...


Pero hay un punto en el que el alma dice basta.

No por falta de amor, sino por amor suficiente como para no traicionarse más.


Durante mucho tiempo sostuve una creencia profunda:

“Si el amor es incondicional y lo suficientemente puro, puede derribar cualquier muro.


La abracé como una forma de coraje moral, como un acto noble de entrega sin medida. Me llevó a quedarme cuando ya no debía.

A amar cuando el otro no podía recibir.

A creer que si solo amaba más, más intensamente, más limpiamente… todo cambiaría.


Pero el verdadero coraje moral no está en quedarse a derribar muros ajenos, sino en tener la valentía de no abandonar el propio centro.

En aceptar que no todos quieren o pueden derribar esos muros.

Y que mi valor no depende de cuánto pueda transformar desde el amor, sino de cuánto me honro mientras amo y cuando soltar con dignidad.


La ilusión comienza a resquebrajarse, el empático se da cuenta de quien es el mismo y comienza a recordar lo que es la claridad intuitiva y restaura la dignidad.


También hubo un momento en que confundí la compasión con el amor incondicional.

Creía que cuanto más comprendía, cuanto más perdonaba, cuanto más sostenía… más noble era mi forma de amar.


Pero un día me topé con una verdad que me sacudió por dentro:

“La compasión sin límites no es virtud, es auto-traición.

Y ahí me detuve.

Porque reconocí que esa compasión desbordada me había llevado a quedarme donde ya no había reciprocidad, a justificar lo que no era justo y a apagar mi voz por no incomodar, a disolver mis necesidades para no perder el vínculo.


Me traicionaba en silencio, llamándolo amor.


Pero el amor sano no pide que te abandones.

La verdadera compasión comienza en una misma,

y pone límites que cuidan lo que es esencial:

mi energía, mi dignidad, mi claridad.


Hoy sé que cuando la compasión no respeta el límite natural del alma propia, se convierte en una forma disimulada de olvido personal.


El super empático se va con una dignidad silenciosa… obtiene claridad


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Exceso de amor propio, es lo que elijo


Durante mucho tiempo creí, sin saberlo, que amar era salvar.

Que, si podía absorber el dolor del otro, si podía cargar con su sombra, entender su historia, sostener sus caídas… entonces merecía amor.

Entonces valía.

Entonces era suficiente.


“Confundir amar con salvar y absorber el dolor del otro es una prueba de merecimiento.”


Esa fue una creencia silenciosa que habitó en mí.

Y así, me convertí en la que todo lo comprende.

La que siempre está.

La que no se va, aunque duela.

La que cree que si ama lo bastante, sanará lo que el otro aún no ve.

Pero ese rol tiene un precio: la propia desconexión.


Me fui desgastando sin darme cuenta.

Creí que entregarlo todo era una señal de fuerza, pero entregarme a mí misma como ofrenda fue, en realidad, una forma de autoabandono.


Hoy lo veo con claridad.

El amor no se prueba absorbiendo el dolor del otro.

El amor se elige, se construye, se honra entre dos que se sostienen con presencia, no con esfuerzo que solo uno está dispuesto a hacer.


Ya no quiero sentirme valiosa por cuánto peso emocional puedo cargar.

Mi valor no se mide por mi capacidad de aguantar.

Mi valor ES, porque yo soy.


No necesito perderme para sentir que valgo.

Ahora me veo y tomo el lugar que me corresponde.



Vilassar de Mar 18 de Mayo de 2025

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